Lugares Comunes
Por: Andrés Flórez
En Lugares comunes, la película de Adolfo Aristarain, se despliega un escenario de desorden, decepción y desconcierto. Nos enfrentamos a un país que nos consume, a un mundo que nos expulsa, y a una amenaza invisible que nos desgasta día tras día, sin que apenas lo notemos. "No tengo respuestas definitivas, escribo desde el caos, desde la oscuridad".
La historia sigue a Fernando Robles, un profesor de literatura cuya vida cambia drásticamente al recibir la noticia de su jubilación. Su angustia lo lleva a intentar prolongar su carrera por todos los medios: conversa con el director de la escuela, consulta a su amigo abogado y se confía a su esposa, Liliana. Sin embargo, la decisión es irrevocable. Frente a la imposibilidad de seguir impartiendo clases y formando mentes críticas, debe adaptarse a una nueva etapa de vida. Ya no sólo será un profesor; deberá asumir plenamente los roles de esposo, padre y amigo, dejando atrás las reflexiones que antes plasmaba en sus escritos para enfrentarse a un análisis más íntimo de su propia existencia.
El profesor Robles, como muchos de nosotros, percibe el mundo como un lugar inestable y contradictorio. La belleza que lo rodea es frágil y efímera; el tiempo, implacable, le recuerda que todo lo que intentamos retener acaba desvaneciéndose, como arena arrastrada por el viento. La incertidumbre se convierte en la constante: ¿cómo saber si nuestras decisiones fueron acertadas, si cumplimos con nuestra vocación, o si respondimos a las expectativas como padres? Es un sentimiento que acompaña a Fernando, quien se enfrenta a lo absurdo de la vida y al vacío que deja la falta de respuestas, después de haberlas buscado durante tanto tiempo.
Fernando plasma sus inquietudes en un cuaderno de notas. Su trabajo consistía en cuestionar los textos de otros, y a pesar de plantear tantas preguntas, rara vez encontraba respuestas. En sus escritos, se percibe un malestar profundo frente a lo absurdo de las instituciones: un Estado que justifica su indiferencia con la “falta de presupuesto”, un sistema educativo que impone dogmas en lugar de fomentar la reflexión. “Hay desorden, decepción, desconcierto, un país que nos destruye, un mundo que nos expulsa, un asesino difuso que nos mata día a día sin que nos demos cuenta. No tengo una respuesta, escribo desde el caos, en plena oscuridad”, dice, en lo que se convierte en un reclamo silencioso desde lo más profundo de su ser.
Con la noticia de su retiro obligatorio, Fernando experimenta la pérdida de lo que más le apasionaba. Siente el miedo de no poder reinventarse, de tener que abandonar aquello que le daba sentido a su vida. El Estado, al que sirvió durante años, apenas le ofrece una pensión mínima, insuficiente para cubrir sus necesidades, sumiéndolo en una frustración inevitable. “Ser ya un inútil”, es el pensamiento que lo acecha. Con sus escasas opciones, se enfrenta a la sensación de que desear algo mejor es luchar contra lo imposible. Es entonces cuando toda una vida dedicada a la educación parece no tener valor, y las leyes que deberían protegerlo se convierten en trabas que dificultan su dignidad.
La vida de Fernando se mueve entre el miedo, la angustia y el deseo de continuar con una vocación que le daba propósito. En su mente resuena la idea de que “enseñar no es adoctrinar, es despertar la capacidad de pensar y cuestionar, de vivir en la lucidez sin límites”. Sin embargo, se enfrenta a un sistema que parece empeñado en alienar a las personas, en mantenerlas tan ocupadas que apenas les queda tiempo para reflexionar sobre el sentido de sus vidas.
En este contexto, surge la figura de Pedro, su hijo, quien sacrifica su pasión por la escritura para trabajar en una compañía de sistemas, asegurando así el bienestar económico de su familia. Para Pedro, fue una decisión práctica; para su padre, una traición a sí mismo. Aceptar un trabajo por obligación, sin convicción, le resta sentido a la vida. La verdadera satisfacción, según Fernando, reside en hacer aquello que amamos, en dedicarnos con pasión a lo que nos impulsa, incluso en medio de las dificultades.
Podríamos concluir que, en la vida, la única certeza es la muerte, y que la incertidumbre define cada paso que damos. Pero el mayor absurdo es renunciar a lo que nos apasiona, a aquello que nace del alma. La lucidez, aunque dolorosa, es un despertar que nos permite reconocer lo que realmente importa, dándole sentido a nuestra existencia, aunque el precio sea enfrentarse a la propia oscuridad.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Comentarios