El Ego ¿forjarlo o aniquilarlo?

Por: Andrés Flórez



Durante mucho tiempo nos enseñaron que el Ego debía ser destruido. Que era el enemigo, la prisión, el gran obstáculo entre nosotros y la luz. En muchas corrientes espirituales modernas se lo retrata como el villano principal: un yo inflado que impide el despertar.

Pero Carl Jung vio algo distinto. Para él, el Ego no era el enemigo. Era el punto de partida, el primer reflejo de la psique en el espejo de la conciencia. Desde la psicología profunda, se entiende que sin Ego, simplemente no hay consciencia posible.

El analista junguiano Edward Edinger lo expresó con claridad: "antes de enfrentarnos al inconsciente, antes de pretender ser libres o espirituales, debemos tener un Ego fuerte. Un Yo robusto, ético y responsable". Sin un Ego en pie, no hay nadie que pueda mirar hacia adentro… y mucho menos sostener la visión del abismo que habita en lo más profundo de nuestra psique.

El Ego, entonces, no es el centro del universo, pero sí es el centro de la conciencia. Es el ojo que puede mirar hacia afuera y hacia adentro. Es quien nos permite desear, recordar, amar, actuar y elegir. Aunque su campo de visión es limitado —porque mucho de lo que somos permanece en la sombra—, sin esa pequeña chispa de “yo soy” no habría ni siquiera quien se preguntara por su destino.

El también junguiano Murray Stein utiliza una bella metáfora para explicarlo: "el Ego es como un espejo de la conciencia". Un Yo frágil puede perderse en las imágenes que refleja, puede confundirse con los contenidos que emergen desde lo más profundo de la psique. Por eso, el trabajo no es aniquilar el Ego, sino forjarlo.

Necesitamos templar ese Yo para que sea lo suficientemente firme para no quebrarse, pero también lo bastante humilde para reconocer que no lo es todo. Solo un Ego maduro puede arrodillarse ante el misterio. Solo un Yo consciente puede rendirse… sin desaparecer.

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