El Espejismo de la Modernidad: Ruido, Vacío y Vanidad
Por: Andrés Flórez
Hubo un tiempo en el que el ser humano buscaba la belleza como si de un acto sagrado se tratara. Las manos del escultor arrancaban la forma perfecta de la piedra, liberándola del mármol como si siempre hubiera estado ahí, esperando ser descubierta. La pintura capturaba lo divino en lo cotidiano, iluminando rostros y paisajes con la luz de una verdad que iba más allá de los sentidos. La música, por su parte, era la voz del alma, un eco del orden celestial que hablaba en armonías y contrapuntos. La arquitectura no era solo función y espacio; era la búsqueda de la proporción áurea, el diálogo con la eternidad a través de columnas y cúpulas que aspiraban a tocar el cielo.
Pero algo se quebró. El arte se desmoronó en un lodazal de ruido y artificio. Lo sublime cedió su lugar a lo grotesco, la armonía fue ahogada por el estrépito y el esplendor se convirtió en una carcajada hueca. Hoy, la cultura ya no se levanta sobre el pilar de la belleza, sino sobre la exaltación de lo banal y lo estridente. Basta con mirar quiénes son los nuevos ídolos, las figuras que millones siguen con devoción. No son poetas ni pensadores, ni siquiera artistas en el sentido más generoso de la palabra, sino personajes que han hecho de la exhibición constante su único arte, su único mérito.
Estos ídolos modernos no buscan la virtud, ni la verdad, ni la trascendencia. No hay en ellos un vestigio de filosofía ni una reflexión sobre la condición humana. Su única misión es permanecer visibles, estar presentes, escupir contenido sin esencia, fabricar escándalos para alimentar la máquina insaciable del espectáculo digital. Monetizan lo privado, venden su intimidad al mejor postor, y cuando el vacío de sus vidas se vuelve insoportable, lo exponen como mercancía, convirtiendo sus crisis en tendencias virales. La enfermedad se convierte en una etiqueta, la ruptura sentimental en un episodio con millones de reproducciones. No importa si en ese espectáculo se arrastran los hijos, la dignidad o la propia cordura. Lo importante es seguir siendo visto.
El presente presume de su amor por la diversidad, pero lo que realmente ensalza es lo amorfo. Se rinde ante lo confuso y lo artificial, como si la belleza misma fuera un concepto obsoleto, sospechoso, incluso opresivo. La arquitectura ya no aspira a dialogar con el tiempo; es un cúmulo de estructuras sin alma, sin identidad, sin poesía. La música ya no busca elevar ni conmover; se reduce a una base monótona, a palabras que se deslizan sobre ritmos manufacturados sin el menor intento de trascendencia. La pintura se disuelve en un sinfín de manchas que proclaman su vacuidad, y la escultura se convierte en una broma pesada que burla la tradición y desprecia la forma.
Nada permanece, todo se disuelve en la inmediatez del momento. La sociedad ya no busca la belleza porque ha olvidado lo que significa. Solo queda el eco del ruido, la risa vacía y la promesa fugaz de una tendencia que mañana será reemplazada por otra aún más absurda.
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